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Experiencias
Antonia Naranjo, III° Medio . Mi experiencia de intercambio
A mediados de julio, luego de un montón de papeleos y trámites, partí a Nueva Zelanda de intercambio. En un principio (y lo fue hasta que llegué allá) todo parecía irreal, era algo inimaginable con lo que había soñado. 5 meses fuera de mi rutina, sin Epullay, sin familia, sin amigos, sin mis más cercanos. Pero no tuve miedo (quizás porque no me di cuenta de lo que estaba haciendo) y esta nueva aventura comenzó. Mi casa era en el campo, y teníamos perros, gatos, gallinas, ovejas (que tuve que alimentar con mamadera) y una cacatúa. La ciudad más cercana era Christchurch, a unos 30 minutos en auto. En las mañanas caminaba 10 minutos hasta la parada del autobús, y de ahí media hora más conduciendo para llegar al colegio. El colegio, Rangiora High School, tenía más de 1500 alumnos, con edades desde 13 a 18 años. Lo peor era el uniforme, con una falda hasta los tobillos en invierno, y vestido cuando empezó a hacer calor. Sin embargo, fue una buena experiencia. Había materias como agricultura, estudio de caballos, drama, cocina, turismo, economía y muchas más, que tú mismo podías elegir. En todas las materias tenía compañeros distintos, dentro de las cuales conocí tanto a Kiwis (gente de Nueva Zelanda) como a estudiantes internacionales. Con estos últimos compartí campamentos y un programa dedicado a nosotros, creando amistades con tailandeses, alemanes, chinos, japoneses e italianos, entre otros, además de conocer las distintas realidades de cada país. Niños que se quedaban por más de un año (algunos que se quedaban hasta 4 o 5) en NZ eran la mayoría, y lo entiendo, mi experiencia fue tal que sin problemas la hubiese alargado unos cuantos meses, y el inglés terminó siendo lo de menos… lo aprendes de todas formas. Tuve suerte, mi familia anfitriona fue sin duda lo mejor de este viaje, con dos hermanas de 14 y 18 años, con las que realmente conecté, y papás muy atentos y preocupados con los que salía a pasear por los alrededores.
El no saber cuándo los volverás a ver podría ser lo más duro, es por eso que ahora mis ganas de salir a recorrer son imparables, para reencontrarme con aquellas amistades que hice, en algún lugar del mundo, y con los que ahora puedo llamar mi familia. En fin, un viaje que cambió mi perspectiva de ver las cosas, que me hizo lidiar con temas como cuidarme por mí misma, organizar platas, hacer mi almuerzo o hacer amigos a través de la única herramienta que tenía, el inglés. Caminar hasta dos cuadras entre sala y sala, participar en el coro, usar uniforme, esquiar, surfear, cocinar en clases, jugar con ovejas y cantar en maorí fueron unas de las entre tantas cosas que hice, aparte de conocer distintas culturas y aprender a tolerar las diferencias. Un viaje que sin duda volvería a hacer, que marcó mi año y probablemente mi vida. ¿Quién diría que al devolverme extrañaría vivir en el campo, la comida y el clima indescifrable de NZ, cuando lo único que quería estando allá era la ciudad, la comida de mi mamá y el calor santiaguino? Son cambios que valen completamente la pena, que te enseñan y te forman, que hay que vivir. Atrévete a salir, a escapar por un rato de tu zona de confort y a descubrir mundos. A conocer gente de las afueras, a encariñarte y a aprender a decir, en vez de un “Adiós” (y a pesar de la incertidumbre que te genera), con lágrimas en los ojos y el corazón en pedazos, un “Hasta pronto”.